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El Cairo

Palestinos y sirios atrapados por el golpe de estado en Egipto

Palestinos y sirios pagan las consecuencias del golpe de Estado en Egipto. Los primeros, con el cierre del paso de Rafah y el bombardeo de los túneles de Gaza. Los segundos, con el veto a sus permisos, que les obliga a subsistir como ilegales. Ambas comunidades han sido señaladas dentro de la dialéctica «antiterrorista».

Refugiados sirios en 6th October City, cerca de El Cairo (Manu BRABO)
Refugiados sirios en 6th October City, cerca de El Cairo (Manu BRABO)

«Desde el 30 de junio comenzaron a exigirnos el visado. A partir de entonces, la situación empeoró». Suzan es una refugiada siria que ya ha cumplido ocho meses en El Cairo. Trabajaba como ingeniera civil para la UNRWA (organización de la ONU que se encarga de los refugiados palestinos) en Damasco. Hasta que el conflicto que desangra el país árabe le llevó a un callejón sin salida y decidió hacer las maletas. Dedica su tiempo a Tadamon, una organización centrada acoger exiliados que trabaja con sudaneses, somalís, iraquíes y, ahora, sirios. Disponen de un centro en 6th October City, una de las áreas que rodean El Cairo. Allí convencen a los afectados sobre la importancia de registrarse en las listas de ACNUR y realizan actividades en medio de la dura tarea de reconstruir la vida a miles de kilómetros de casa. Según relata esta mujer que intenta no perder la sonrisa pero a la que los temores de que todo puede ir a peor le vencen en algunos momentos, el golpe de Estado ha endurecido las condiciones de su comunidad.

«Desde hace dos meses no se tramitan permisos», relata Suzam, quien logró los papeles cuando el Gobierno de Mohamed Morsi ponía todas las facilidades a los refugiados. Las ventanillas se cerraron en el minuto cero del golpe. Tras la masacre de Rabaa Al Adawiya, el pasado 14 de agosto, comenzó la persecución. Un momento crítico en el que los exiliados sirios quedaron atrapados entre dos fuegos. Por una parte, el de los Hermanos Musulmanes. Según denuncia esta refugiada, grupos de asistencia social relacionados con la Cofradía ofrecieron viviendas gratuitas en Masakem Otham, en El Cairo, a las familias con menos recursos que llegaban desde Damasco. Tras la asonada, les chantajearon, instándoles a tomar parte en el campamento de Nasr City. Si rechazaban sumarse a las protestas (y muchos lo hicieron), eran expulsados. Por la otra, los golpistas, que convirtieron la suspicacia hacia el sirio en parte de la doctrina «antiterrorista». En el centro asistencial islámico de Dokki (El Cairo), por ejemplo, se han colgado carteles que advierten expresamente sobre la prohibición de participar en actividades políticas. En medio de un ambiente de sospecha, nadie quiere hablar. Se sienten amenazados.

«Han comenzado a pedir el permiso de residencia. Si te pillan sin papeles, te dan un plazo de siete días para abandonar el país», asegura, tras denunciar que los menores no han sido aceptados en el sistema escolar público. Si consiguen dinero, pagan uno privado. Si no, se quedan sin clases. También tienen problemas para recibir asistencia médica, que queda en manos de grupos como Islamic Medical Relief (asistencia médica islámica) o grupos cristianos que también prestan servicios. Ante esta perspectiva, muchos han decidido volver a marcharse. Turquía, Líbano o un incierto regreso a Siria son las opciones. Obviamente, todo esto tiene un trasfondo político. La mayoría de huidos (podrían ser 500.000, pero no hay cifras oficiales) rechaza a Bashar al-Assad («eso no quiere decir que apoyemos a gente como Jabat Al Nursa, no les queremos en Siria», puntualiza Suzam). Y precisamente el presidente sirio fue el primero que celebró la asonada ya que suponía un golpe a los Hermanos Musulmanes, uno de sus grandes rivales. Que el nuevo Ejecutivo egipcio comparta enemigo con Damasco no les deja en una buena posición.

«No a los castigos colectivos»

A los palestinos también les ha tocado su parte con la llegada del nuevo-antiguo régimen. Cerró Rafah a cal y canto y bombardeó muchos de los túneles que conectan con Gaza, ahogando todavía más al millón y medio de seres humanos que subsisten en la Franja. «Nos estamos quedando sin gasolina, las condiciones son muy difíciles», explicaba, a través del teléfono, Issam M. I. Buhaisi, catedrático en la Universidad de Gaza. Desde hace dos días, los golpistas han aceptado abrir el paso durante cuatro arbitrarias horas al día, lo que recuerda bastante a los tiempos de Hosni Mubarak. La clausura dejó también tirados a muchos gazatíes a ambos lados de la frontera. Pacientes que iban y venían. Estudiantes. Personas atrapadas por el discurso antipalestino basado en la «guerra contra el terrorismo». «Avisamos de que no se produzca un castigo colectivo», remarca Mohamed Al Waheidi, periodista palestino cercano a la OLP que reside en El Cairo. Aunque reconoce que el nuevo régimen afianzará los lazos con Al Fatah si se confirma «su tendencia nacionalista y panárabe».

Nadie, ni los golpistas, se atreverían a cuestionar la legitimidad de la lucha de sus vecinos. Pero sí que observan con hostilidad a Hamas, rama de la Cofradía y que gobierna Gaza. Ellos fueron uno de los primeros en denunciar el golpe. Al Fatah, desde Ramallah, le dio la bienvenida con un eufemístico «apoyo a los deseos del pueblo egipcio», el mensaje transmitido por Mahmud Abbas a su homólogo Adli Mansur. El gobierno golpista también incidirá en la correlación de fuerzas del diálogo entre ambos. Israel, que pinta mucho en esta historia, no ha disimulado su aplauso a la asonada.