Mario Zubiaga
Profesor de la UPV-EHU

Casi desde cero

Ernesto Laclauren omenez, hegemoniaren teoria biziberritu zuelako

«Natura non fecit saltus». La naturaleza no hace saltos. Pero la política sí y, a veces, hacia atrás. La democratización no es un proceso histórico lineal en el que la ciudadanía se amplía e iguala por un gozoso azar, los gobernantes atienden a la voluntad ciudadana por inspiración divina o los derechos y libertades se ven protegidos como por ensalmo. Cada uno de los avances en dichos ámbitos suele ser consecuencia de reivindicaciones populares que indefectible-mente van aparejadas a procesos de movilización. Por eso, en la medida en que la protesta responde siempre a ciclos, a olas de activación social con sus flujos y reflujos, la democratización avanza y retrocede continuamente: si no estamos ganando derechos, los estamos perdiendo.

Así, sin darnos cuenta, los ciclos históricos nos pueden retrotraer a épocas pasadas que creíamos ya superadas. El gran ciclo de movilización occidental que se inicia a principios del siglo XX para contener la explotación creciente que el capitalismo industrial supuso para amplias capas de la población necesitó una gran revolución-modelo y dos guerras mundiales para consolidar una entente en la que la posibilidad cierta de un cambio sistémico obligó al capitalismo a ensayar diversos modos de contener la protesta, tanto autoritarios como democráticos. En todo caso, ambas opciones estaban conectadas a políticas sociales más o menos avanzadas. El fin del peligro comunista aceleró un proceso que estaba iniciado ya a finales de los sesenta, cuando la evolución de la pugna entre los dos grandes modos de producción reveló que el modelo soviético no era una alternativa atractiva ni viable para occidente.


Y a partir de ese momento, el capitalismo volvió al siglo XIX. El neo-liberalismo empezó a desmontar sistemáticamente el entramado democrático-social construido a partir de los años 30. Este nuevo laissez faire bajo protección estatal se ha apoyado, como entonces, en la revolución tecnológica y la globalización acelerada. Alan Wolfe, en su obra “Los límites de la legitimidad”, describe las contradicciones de aquel periodo que, como veremos, son parejas a las actuales: la hegemonía de un discurso científico-moral al servicio del darwinismo social y la naturalización de la «lucha por la vida», hoy, «emprendizaje»; la contradicción entre una retórica universalista/cosmopolita, por fuerza colectivizadora, y unas políticas públicas que refuerzan lo privado y particular; la realidad antiutópica combinada con todo tipo de utopías inanes: Si entonces fue el nacionalismo de estado, la fe en el progreso y el socialismo utópico, hoy pasamos de las propuestas retrógradas del populismo de derechas hasta la confianza tecnológica que promete paraísos virtuales, pasando por la ingenuidad primaveral de una movilización sin adjetivos...

Y cuando todo parece reconducirse al mundo decimonónico, la izquierda se aferra desesperadamente al siglo XX y a sus caducados compro-misos. Por eso, si el capital ha vuelto al XIX, quizás la izquierda, y especialmente el sindicalismo, deberían acompañarle en la máquina del tiempo, y adaptar las respuestas que entonces se dieron a las actuales circunstancias. Algunas de ellas se reflejan en un ejemplo que traigo aquí a colación. Es relevante porque no se trata de un colectivo laboral marginal, sino el paradigma más avanzado del capitalismo cognitivo: estos trabajadores producen la realidad. Aunque no lo real, lo real se adivina en cómo la producen.

La dirección de una televisión pública ha decidido que sean los propios redactores de informativos los que se encarguen de subir a la web las noticias principales. Este plus de trabajo para algunos trabajadores se combinará seguramente con una reducción de plantilla en la pro-ductora que hasta ahora se ocupaba de esa labor. Por otra parte, la flexibilización del acceso a la plataforma digital de la empresa posibilita ahora que algunos periodistas puedan trabajar desde su domicilio, fuera de sus horarios laborales y sin remuneración añadida. Los sindicatos presentes en el comité de empresa tienen, al parecer, grandes dificultades para hacer frente tanto a los despidos como al empeoramiento general de las condiciones laborales.

En esta situación, las estrategias sindicales del siglo XX no parecen ser muy eficaces. Veamos qué nos ofrece el XIX.


En primer lugar, cuando la mayoría de los partidos de izquierda están desnortados, integrados o condenados a la marginalidad, quizás haya que recordar que «en el origen fueron los sindicatos». Es decir, la izquierda política surgió en el XIX a partir de la acción obrera de vanguardia. En nuestro ejemplo: ¿Cuál es la capacidad real que los partidos progresistas vascos tienen de incidir en las condiciones de la producción comunicativa pública? Como en casi todo, imperceptible. El control parlamentario, directo e indirecto, es bastante irrelevante y preferentemente se ocupa de las cuotas de pantalla partidistas. Si alguien puede invertir la tendencia, en este u otros sectores productivos, será la mayoría sindical vasca que ha optado por el contrapoder, no depende de subvenciones y encuadra conjuntamente a más de 150.000 afiliados, tantos como los de todos los partidos vascos juntos. Ahí, el reto sindical es el de retrotraerse desde las organizaciones de clase, de fi-nales del XIX, a sus inicios, no tanto interclasistas como integrales. Hoy, de hecho, esta mayoría sindical vasca empieza a ser algo más que la alianza entre tres o cuatro sindicatos de trabajadores.

En segunda instancia, habría que recordar que el sindicalismo del XIX era, en muchas ocasiones, un sindicalismo revolucionario. Hoy en día, para no olvidar el espíritu del origen, quizás baste ser desobediente, siquiera de forma ocasional. El comité de empresa que quiera enfrentarse al empeoramiento de las condiciones laborales antes referido difícilmente puede pasar de la concentración simbólica tras una pancarta en la entrada de la empresa, en tanto en cuanto es imposible plantear una huelga eficaz si se respetan los abusivos servicios mínimos que sistemáticamente se decretan en los servicios públicos. El derecho de huelga está hoy en entredicho como instrumento de contrapoder efectivo, ya que su desempeño legal está concebido para ser funcional en modelos de concertación que hace tiempo perdieron todo sentido. El ejercicio eficaz y legítimo de los derechos y libertades es, a menudo, ilegal.

En tercer lugar, no estaría de más poner atención en las nuevas formas de explotación tecnológica. El antimaquinismo del XIX era una forma de respuesta a los despidos y bajada de salarios que trajeron consigo aquellas «nuevas» tecnologías del vapor... Las nuevas tecnologías de la información están colaborando en el empeoramiento de las condiciones laborales, sobre todo en los trabajos de tipo cognitivo. Con los nuevos medios, no existe tiempo privado, uno siempre puede estar atado a la cadena productiva, vía smartphone. En nuestro caso de referencia, el propietario de la máquina que es el instrumento imprescindible para la creación del producto informativo, so capa de hacer supuestamente «dueño de su producto» al periodista y mejorar su estatus simbólico, le alarga la carga y jornada laborales sin contraprestación, rompiendo las especificaciones tradicionales de cada puesto de trabajo: ayudado por diversas «muletas técnicas», uno se convierte en cámara, técnico de sonido, relaciones públicas, productor, telefonista, locutor, editor, redactor web... A veces, incluso, desde casa. Los sindicatos franceses ya están atendiendo a la «obligación de desconexión» y a la carga de trabajo asociada a la conectividad multiplicada por una informatización que venía, recordémoslo, a liberar nuestro tiempo para el ocio... O la acción social. Es lógico que con el panorama laboral actual de nuestro país, tales cuitas suenen a música celestial, pero el reparto del trabajo futuro también viene por esa vía.


Finalmente, el sindicalismo actual también podría volver la mirada a sus pasos iniciáticos en el cooperativismo y la autogestión obrera. Existe una profunda cultura colectiva en nuestro país que no puede dejarse en manos de gestores advenedizos que sólo tienen en cuenta la competitividad económica, jamás la social. El cooperativismo vasco es un elemento democratizador que no puede ser ajeno a la acción sindical, aunque tal intervención parezca inapropiada según los actuales modelos sindicales o empresariales. Existen ejemplos, aquí y en otros países, que pudieran convertirse en experiencias piloto de empresa social si hubiera una apuesta firme en este sentido. No se trata tan solo de democratizar el reparto de la renta o las condiciones laborales, sino que habría que pasar a lo que Wolfe denomina «la democratización de la acumulación», es decir, que la propia inversión y la producción quedaran sujetas al control social. Eso vale para la distribución de energía o para una empresa comunicativa...

Todas estas miradas renovadas al pasado no son necesariamente alternativas a la actual acción sindical. Es preciso sostener la posición de clase y los derechos sociales amenazados. No obstante, en un momento crítico como el actual, el debate teórico sobre el modelo sindical futuro podría ser combinado con una praxis renovada.

Y otro día.... Hablaremos del gobierno. Es decir, de las relaciones del sindicalismo protestatario con los gobiernos y los partidos que los sostienen. Sobre todo, cuando estos son afines y pretenden, simple y llanamente, gobernar de acuerdo con la voluntad popular. Algo bastante complicado en estos tiempos, incluso más que el siglo XIX.

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