Dabid LAZKANOITURBURU
ANÁLISIS: CRISIS POLÍTICA EN UCRANIA

En el borde del precipicio

El órdago geopolítico de Occidente a Rusia en Ucrania amenaza con colapsar un Estado que vive ya una situación económica crítica y ha otorgado protagonismo a sectores de ultraderecha que niegan el carácter dual de un país que siempre fue la frontera. En el borde.

Ucrania, u kraia (en el borde) en eslavo antiguo, es escenario en el último decenio y nuevamente estas semanas de una pugna encarnizada entre Occidente, que sigue con su labor de zapa contra el gigante euroasiático y sus intentos de recuperar parte de su histórica zona de influencia, y una Rusia que pretende hacer valer su peso como potencia emergente y resucitado actor internacional. Que este análisis arranque obviando a sus actores internos dice ya mucho sobre la deriva de la crisis y las expectativas para resolverla.

Un simple vistazo a los agentes que pugnan por el poder en Ucrania es desolador. Viktor Yanukovich fue elegido en 2009 presidente con el 52% de los votos en unas elecciones que la OSCE reconoció como transparentes, lo que supuso la defunción de la «revolución naranja» de 2004.

Lidera el Partido de las Regiones, formación «centrista» que tiene su bastión electoral en el centro-este rusófono del país (también en los occidentales Transcárpatos). El credo de este partido se resume básicamente en la defensa de los intereses, y en la disipación de los miedos, de este importante sector de la población, histórica y económicamente ligado a Moscú.

Delfín del expresidente Leonid Kuchma, Yanukovich demostró ser un alumno aventajado. Apuntaba maneras cuando fue su primer ministro (2002). Ya en el poder tras el interregno revolucio- nario (2004-2010)», ha profundizado en la conversión de Ucrania en un estado oligárquico. Su propia «familia» se ha constituido en uno de sus grandes exponentes y su hijo ha amasado estos años la quinta fortuna del país.

De la derecha a la extrema derecha. Si a Yanukovich se le puede presentar como un «pequeño Putin fracasado» -las malas lenguas aseguran que odia al inquilino del Kremlin-, su derechismo se ve compensado por el del espectro opositor.

Una oposición política cuyos líderes participan directamente, o aspiran a hacerlo, en el despojo oligárquico y corrupto de la riqueza ucraniana. El desastroso mandato de Yulia Timoshenko al frente del Gobierno (2007-2010) fue un claro ejemplo de ello. Como lo son los recientes e indisimulados contactos de líderes de la UE con los oligarcas ucranianos para atraerlos a su causa. No en vano el capitalismo oligárquico y mafioso no es sino una versión anterior e inacabada del neoliberalismo vigente en Occidente.

En este sentido, anulada la Juana de Arco ucraniana y debilitado su bloque político, nuevas figuras como el ex campeón mundial de boxeo Vitali Klitschko, líder del partido (UDAR, golpe en ucraniano) airean sin rubor alguno sus padrinazgos, en su caso de Angela Merkel.

El problema es que hay más derecha a la derecha del «puño de hierro» de Klitschko. Es el caso de Svoboda (Libertad), partido que de ser insignificante logró un 10% de votos en las últimas legislativas -hay quien explica su ascenso por impulso-cálculo electoralista del propio Yanukovich-. Más aún, la radicalización de las protestas en los alrededores de Euromaidan ha visto la emergencia de grupos nazis como Pravy Sektor (Sector de Derecha), abiertamente xenófobo, antisemita y supremacista blanco (en este caso antirruso y a la vez nostálgico del pasado cosaco del país). No se acaba ahí la lista. Ahí están Spilna Sprava (Causa Común) y Martillo Blanco. Una variada muestra de que extrema derecha siempre hubo en Ucrania, como quedó patente durante la II Guerra Mundial, lo que no la diferencia en ese sentido de buena parte de Europa, central, oriental (incluida la propia Rusia) y mediterránea.

La extrema derecha ucraniana siempre ha alimentado su discurso en contraposición a su denuncia de la «dominación rusa», en tiempos soviéticos (la hambruna de los años 30 que se imputa a Stalin es elevada al rango de mito de sacrificio) o rusos.

Frente a ella, a la izquierda ni se la ve ni se la espera. Yanukovich no puede alardear siquiera de haber emulado al presidente de Bielorrusia, Alexander Lukashenko, quien siendo acusado desde la UE de ser «el último dictador de Europa» ha mantenido el tejido industrial del país y los sistemas públicos de salud y educación.

Al contrario, el todavía presidente ucraniano profundizó desde su presidencia en el salvaje proceso de laminación de la economía y de los magros derechos sociales sacrificándolos en el altar de un capitalismo oligárquico y mafioso. Y contó con el apoyo parlamentario del Partido Comunista de Ucrania, una formación que de ser mayoritaria tras la separación de Ucrania de la URSS ha ido perdiendo apoyos y parece un calco del Partido Comunista de Rusia. Bien es cierto que tras el estallido de esta última crisis se ha desmarcado del Gobierno y promueve iniciativas como un referéndum para decidir la asociación con la UE o con Rusia.

Ante semejante cuadro, en el que el «homo sovieticus» brilla por su ausencia -o acaso está presente de una manera u otra en cada uno de los esperpénticos agentes locales de esta trama-, la disyuntiva entre unos y otros es como poco temeraria. Como lo es la defensa cerrada de uno de los dos bandos en la guerra geoestratégica con la que arrancábamos el artículo.

Leer y escuchar una y otra vez que la UE (y EEUU) se han lanzado al rescate del pueblo ucraniano contra una dictadura sonaría a chiste si las implicaciones no fueran tan graves.

Más aún cuando lo que ofreció Bruselas a Ucrania en torno al abortado Acuerdo de Asociación era, y es, una celda con barrotes de hierro y una llave de oro a buen recaudo en el FMI.

Tres mil millones de dólares de préstamo condicionado a la reconversión salvaje o incluso el simple desmantelamiento de los sectores industriales y mineros del este del país y con la venta de las fértiles llanuras agrícolas del oeste (Rusia es destinatario del 40% de las exportaciones ucranianas) y sin garantía alguna de una futura entrada en una UE en plena deriva neoliberal y que no oculta su abierto racismo contra rumanos o búlgaros sería un negocio claramente ruinoso.

Frente a ello, los 15.000 millones de dólares en bonos del tesoro ucranianos que Putin se ha comprometido a comprar (el primer paquete de 3.000 millones ya se ha hecho efectivo) y la rebaja casi hasta la mitad en el precio del gas son una pera en dulce que ni Yanukovich ni probablemente ningún dirigente de la actual oposición podrían rechazar (la propia Timoshenko ya negoció con Putin en su día). Y menos cuando Ucrania atraviesa una situación económica que amenaza con la quiebra total del país -las cuentas de los oligarcas, que compran lujosas mansiones en Londres están muy pero que muy saneadas-.

Pero de ahí a presentar como completamente desinteresada la oferta rusa va un trecho que no se puede ignorar si no es desde una posición de absoluta indiferencia ante la suerte del sufrido pueblo ucraniano.

La perita de Moscú tiene su veneno, en la forma de una dependencia total hacia el gigante ruso. Una potencia emergente que denuncia las evidentes injerencias occidentales mientras las practica sin disimulo alguno en su patio trasero. También en Ucrania.

En este contexto, sorprenden los argumentos que sostienen que Ucrania está condenada a seguir anclada a Rusia. Hay quien insiste en que tendría una deuda eterna con los millones de soldados del Ejército Rojo muertos en sus llanuras durante la guerra contra el nazismo en la II Guerra Mundial.

Ante lo absurdo de esta pretensión, otros se limitan a presentar, en base también al pasado de ambos países y a su vecindad geográfica, como natural una Ucrania escorada hacia Moscú. Salvando las distancias, sería como defender que Cuba habría estado condenada a seguir siendo el prostíbulo de EEUU por la cercanía entre la isla caribeña y los cayos de Florida. Qué decir si extendemos la metáfora, felizmente negada por la realidad, a todo el continente latinoamericano. ¿Doctrina Monroe en versión postsoviética?

Esto no justifica, de ninguna manera, la injerencia abierta de EEUU y Occidente en Europa Oriental y en el Cáucaso. Ocurre, sin embargo, que la geopolítica da para mucho y ahí están los movimientos económicos y políticos de potencias como China, la propia Rusia y el Irán de Ahmadineyad en Latinoamérica al calor del proceso bolivariano.

Sin ánimo de comparar o poner a la misma altura estos procesos, lo que interesa destacar es que todas las potencias, siempre en función de sus fortalezas y/o necesidades, juegan a intentar segar la hierba bajo los pies de sus rivales en una guerra de nervios, y de influencias, que cuenta cada vez con más actores a medida de que el mundo es cada vez menos unipolar.

El multipolarismo no es sin duda del agrado de los que vaticinaron y corearon hace dos decenios el «fin de la historia» y que observan, molestos, que la voluntad de EEUU y de sus aliados europeos no se convierte automáticamente en ley.

De ahí esa falsa visión que tratan de vender la inmensa mayoría de los medios de comunicación occidentales de una lucha del sufrido pueblo ucraniano contra una suerte de resucitada y demonizada URSS.

Ocurre que, aunque pueda ser una reacción comprensible ante tan burda caricatura, tampoco conviene caer, por un antagonismo mal entendido, en el error contrario, que consiste en reducir la crisis ucraniana a un plan del malvado Occidente contra la desinteresada Rusia.

Unos y otros parecen anclados en una ya periclitada visión de los dos bloques. Los primeros porque recelan de un mundo multipolar. Los segundos, porque, pese a alabarlo, no terminan de sacar las oportunas conclusiones de este cambio de paradigma mundial.

Precisamente estas visiones contrapuestas contribuyen a distorsionar la realidad de lo que ocurre en Ucrania. Es evidente que existe un amplio malestar por la situación, sobre todo económica, con su derivada política, del país.

Negar esa realidad sería como intentar desmentir el hartazgo de buena parte de la población europea desde el estallido de la crisis de 2008. Una crisis que ha tenido especialmente una incidencia brutal en la economía ucraniana (el 30% de sus exportaciones tiene como destino a los países de la UE). A ello hay que añadir la herencia del traumático proceso de liquidación de la Ucrania soviética y el hecho de que, al contrario que la rentista Rusia, el país no cuenta con recursos naturales y energéticos ingentes que le permitan mantener a la población subsidiada y/o, en su caso, apática.

Las protestas en Kiev y otras ciudades se dirigen contra ese capitalismo oligárquico absolutamente imbricado en el poder político y que hunde precisamente sus raíces en la evolución de buena parte de los países postsoviéticos, con Rusia como primus inter pares. No es, pues, extraño que parte de la población interprete la situación en clave crítica hacia Moscú. Lo que, desgraciadamente, la hace permeable, o cuando menos comprensiva, a discursos demagógicos y a escenarios de confrontación en los que la extrema derecha se mueve como pez en el agua.

Eso explica la virulencia de las protestas opositoras, con asaltos a sedes gubernamentales con excavadoras y hasta catapultas y desfiles paramilitares a plena luz del día. Un nivel de violencia alimentado además con la comprensión, cuando no el aliento, de las potencias occidentales. Enfrente, una Policía cuya actitud inicial se puede considerar hasta pacata si la comparamos con la brutal respuesta policial a protestas mucho menos contundentes en casi cualquier lugar del mundo, empezando por la propia Unión Europea. Lo que no excluye excesos represivos y denuncias de que el Gobierno estaría utilizando a grupos de matones y provocadores (titushki). Eso sin olvidar las denuncias de torturas y desapariciones de opositores.

Las recíprocas acusaciones entre Gobierno y oposición tienen su correlato en la prensa y en los análisis que se hacen desde el exterior, en una guerra de propaganda de la que es cada vez más difícil discernir la verdad.

Las cifras más fidedignas hablan de seis muertos, cuatro opositores y dos policías. A partir de ahí, las versiones difieren y hay alguna que asegura que el mismo tipo de escopeta mató a un uniformado y al primer opositor (de nacionalidad bielorrusa) que cayó bajo las balas.

En todo caso, y sin obviar el drama, pocos si tenemos en cuenta la polarización extrema que vive el país. Una polarización que parece perfectamente alimentada tanto por manos oscuras dirigidas por la oligarquía local como por las potencias extranjeras, en un ejercicio de absoluta irresponsabilidad.

Porque, pese a unos y a otros, el futuro de Ucrania seguirá siendo el de un país a caballo entre Rusia y Europa Central. Nunca contra uno u otra.

Ucrania seguirá siendo un país en el borde. O no será.