Félix Placer Ugarte
Teólogo

Dos canonizaciones

Con motivo de la ceremonia de reconocimiento oficial como santos de dos papas, Juan XXIII y Juan Pablo II, que se celebrará el próximo domingo en el Vaticano, el teólogo gasteiztarra recuerda las trayectorias de ambos, la del artífice del Concilio Vaticano II y la de quien pretendió combinar «el ímpetu renovador de Juan XXIII y la temerosa prudencia pastoral de Pablo VI» pero caracterizado por su autoritarismo. La comparación de esas trayectorias evidencia las «distancias importantes y altamente significativas» entre uno y otro, hasta el punto de representar, en palabras de Placer, dos modelos de Iglesia que, asegura, el papa Francisco ha querido unir en la ceremonia del domingo, tratando de contentar a todos. El autor del artículo pone muy en duda que pueda conseguirlo.

Este domingo, 27 de abril, en Roma, acostumbrada a eventos religiosos multitudinarios, tendrá lugar uno de extensa intensidad mediática. Se celebrará y retrasmitirá con cobertura de alta tecnología y alcance planetario la ceremonia de reconocimiento oficial como santos de dos papas, Juan XXIII y Juan Pablo II. La plaza de San Pedro de la Ciudad del Vaticano resultará pequeña para la multitud esperada en este acontecimiento de la Iglesia católica.

Ambos papas han suscitado, aunque de modo diferente, y no sólo en el mundo cristiano, una poderosa atracción, antes desconocida e inesperada después de los pontífices anteriores.

Juan XXIII (1958-1963) impactó por su sencillez y cercanía, después del hierático Pio XII. Pero, sobre todo, es recordado y celebrado por su audacia de convocar e iniciar el llamado Concilio Vaticano II (1963-1965) que propuso las líneas de un cambio de rumbo como Iglesia de los pobres, en diálogo con el mundo, servidora de la humanidad. Al menos esta fue su intención, plasmada en los documentos aprobados en aquella magna asamblea conciliar de la que se cumplen los cincuenta años de su celebración.


Tras la muerte del conocido como «Papa bueno», en pleno desarrollo del concilio, Pablo VI (1963-1978) lo continuó y clausuró con fidelidad a su predecesor. Pero la euforia innovadora de aquel acontecimiento eclesial pronto adquirió un sesgo de alarmante retroceso involutivo en contra de las promesas y horizontes abiertos. El dubitativo papa Montini no logró romper los férreos diques curiales que con tenacidad conservadora se oponían a las reformas del Concilio. Y la Iglesia se retiró, en frase del conocido teólogo alemán Karl Rahner, a los cuarteles de invierno.

Quedaron, en consecuencia, muchos temas por resolver y problemas por responder: el nuevo modelo y estructuras de una Iglesia centrada en los pobres, temas morales de gran envergadura, acceso de la mujer a la plena responsabilidad en la Iglesia, la validez de la Teología de la Liberación, la reforma de la curia vaticana, entre otros. Pablo VI no logró, a pesar de su alta calidad intelectual y honestidad pastoral, abrir caminos de libertad para una Iglesia diferente.


Posteriormente Juan Pablo II (1978-2005) quiso conseguir para la Iglesia y el mundo una especie de amalgama –de ahí el nombre que eligió– entre el ímpetu renovador de Juan XXIII y la temerosa prudencia pastoral de Pablo VI. Desde la experiencia pastoral en su Polonia natal, donde sufrió una traumática experiencia con el régimen comunista, este «joven» papa lideró un mandato arrollador. Sus incansables viajes por el mundo, incluida Cuba, sus numerosos escritos doctrinales y pastorales, su militancia anticomunista, su imagen mediática, su atracción para los jóvenes... envolvieron su figura en un halo de inusitada popularidad. Apoyado doctrinalmente en el teólogo conservador Ratzinger, luego su sucesor, frenó los avances de la teología –en especial de la liberación– y desarrolló una pastoral de estilo conservador para la que nombró obispos de este talante, con una especial predilección por el Opus Dei y movimientos tradicionales. Ciertamente logró reconocidos avances en el diálogo ecuménico con otras iglesias y religiones.

También los problemas sociales y políticos, en especial la paz mundial, entraron de lleno en sus planes e influencia: «Sin Juan Pablo II –en frase de Mijail Gorbachov–, no se puede entender lo sucedido en Europa a finales de los 80». Importantes encíclicas (cartas papales) sociales tuvieron gran impacto, pero no afrontó con toda radicalidad –lo que sí hizo con el comunismo–  el rechazo y condena del neoliberalismo capitalista, cuyas consecuencias han sido y siguen siendo nefatas para el mundo actual. Frenó la reforma de la Iglesia, tan esperada desde la base, restaurando modelos conservadores. La inculturación y aproximación a otras culturas encontraron oposición y serios obstáculos en su pontificado. No abrió cauces adecuados para la colegialidad y un gobierno más democrático de la Iglesia, donde predominó su estilo autoritario, y los derechos humanos, de los que fue líder reconocido en el mundo, no se desarrollaron en el seno de la misma Iglesia. La libertad de pensamiento y expresión teológicos sufrieron el acoso de la Congregación para la Doctrina de la Fe presidida, durante su mandato, por el entonces cardenal Ratzinger, luego Benedicto XVI. En los graves escándalos de pederastia se procedió con oscuridad y encubrimiento, luego lamentados y reconocidos.

Fue un Papa estrella, de gran capacidad mediática y cercanía a las masas, incansable hasta en su penosa enfermedad, pero no un dinamizador de una Iglesia renovada. Más polémico que dialogante, más autoritario que cercano, y alentador de pasos renovadores. Tal vez, como algunos han indicado, se dejó llevar por un cierto culto a su personalidad desbordante.


Por tanto, entre Juan XXIII y Juan Pablo II hay distancias importantes y altamente significativas. Representan dos modelos de Iglesia, y el papa Francisco ha querido precisamente unirlos en la ceremonia de reconocimiento de ambos como santos, este domingo. Con intención y objetivos pastorales y con habilidad vaticana dentro del enmarañado tejido eclesiástico, trata de contentar a todos. ¿Lo conseguirá? Pero, incluso, cabe preguntarse si es posible lograrlo cuando entre los dos papas hay tan evidentes diferencias. En concreto, el estilo renovador y reformador de Juan XXIII, que sancionó el Vaticano II, y las posiciones conservadoras y modelo autoritario de Juan Pablo II, que luego continuó Benedicto XVI, a quien su debilidad reconocida le llevó a presentar su dimisión, parecen difícilmente compatibles. Aunque el Vaticano es especialista en componer y adaptar posturas distantes y hasta opuestas (esta canonización es una muestra de ello), en este caso no parece factible contentar a todos.

El actual papa, Francisco, ha emprendido un camino definido en la línea de Juan XXIII, aunque también sabe que no puede enfrentarse a los seguidores del estilo de Juan Pablo II, todavía con gran poder e influencia. Nuestra esperanza, desde la base eclesial, es que este solemne y mediático rito de canonización no sea una ceremonia de la confusión, sino que, recogiendo el valioso y renovador legado de quien inició con audacia el concilio Vaticano II y los innegables valores del papa que vino de Polonia, oriente con palabras –como viene haciéndolo–, pero ya con hechos, una Iglesia liberadora de los pobres.

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