Xabier Morras
Margolaria

El Euskera en imágenes sonoras

He tenido el grato honor de ser homenajeado por la Zangozako Ikastola y la Federación de Ikastolas de Nafarroa, con motivo del Nafarroa Oinez. Quiero expresar mi agradecimiento por este hecho, que me ha motivado las siguientes reflexiones.

Yo pinto. Toda mi vida he pintado. Me considero un pintor. Un pintor que pinta cuadros hechos de imágenes. Imágenes sin banda sonora, se dirá ahora. Imágenes sin movimiento, precisarán otros. Son imágenes hechas solo de imágenes. Imagen-imagen. Imagen-narración. Imagen-historia. Imagen-relato. Imagen de tiempos de cuando la imagen vivía en estado cristalizado. Imagen absoluta, que en su propia condición de imagen era capaz de contener un relato, historia, narración, que no es sino un horizonte de sucesos. Imagen capaz de albergar en su esencia visual misma todos los sonidos y todos los movimientos posibles. Imagen de imágenes. Plural. Vívida. Viva. La vida de la imagen. De la mirada, sí, pero también del movimiento y, quizá aún más, del tacto y del sonido.

Mis imágenes están hechas de caricias y arañazos, de escalofríos y furia, de deseos y recuerdos. El recuerdo de la mano que recuerda. La mano que recuerda y pinta. Mano que pasó por muros, mano que tuvo frío. Mano en la nieve. Mano de niebla. Arrugada. Sabia. La sabiduría de la mano. Que luego pinta.

Mis imágenes están hechas de olores. La memoria del olor puede ser fuerte, muy fuerte, prolongada. Y sugerente, sobre todo sugerente. La fuerza del olor. Olor a moho y tierra. Olor a cocina y niño. Olor a felicidad y noche. Olor a primavera y enfermedad. Olor a vida. Propia. Ajena. Olor a recuerdos. Mi mano conserva la huella del olor de todos aquellos a quienes ha conocido. De todo aquello que ha tocado. Mi mano en estado de olor. Agrietada. Manchada. Memoriosa.

Mis imágenes están hechas, sobre todo, de sonidos. Se que mi mano pinta cuadros hechos de imágenes, pero solo aparentemente. Son imágenes para la mirada, pero también para el oído. Que atesoran voces distantes. La imagen como trazo de la canción. La imagen como registro del grito. Mis imágenes son imágenes, que pinto entrecerrando los ojos. A la busca del sonido. El sonido de la vida, presente, pasada. El sonido de la risa, del aullido y del miedo. Imágenes en las que se condensan gritos y canciones. Algarabía de palabras, voces y sonidos que configuran mi vida, que son mis recuerdos. Rehechos en formato de imagen.

Imágenes, las mías dadas a la mirada del ojo, del ojo que acaricia y oye voces de mi familia, de mis amigos, de mis sueños, las voces de mi vida entera. Voces conocidas y anónimas. El habla. ¡No me robéis las voces! ¡No me quitéis el habla! Sin esas voces apenas quedaría nada de mí. Anuladas, desaparecería la mayor parte de mi vida. Yo soy, en gran medida, el recuerdo de unas voces, que son un sonido, que son un idioma, el idioma como patrimonio cultural, sí, pero sobre todo como biografía. Individual, colectiva. Soy, somos, lo que hablamos. Lo que hablamos y lo que oímos hablar. El habla como sonido. Somos nuestras voces. Somos nuestros sonidos. Como comunidad. Como colectivo.

Sin el sonido de la lengua, nuestra lengua, nuestro yo, no somos nada. Somos lo que decimos, el sonido de nuestras propias palabras, de unos y de otros. Susurrantes, vociferadas, iracundas, dulces, viejas, nuevas. Salvajes, roncas, hirientes, imaginadas. Palabras que son sonidos y son caricias y son olores y son imágenes. También imágenes. Las palabras como imágenes sonoras. Y como imágenes táctiles. Y como imágenes olfativas.

Defender el euskera no es solo un acto de justicia, social, moral, ni únicamente una cuestión de conservación del patrimonio cultural, necesaria, imprescindible. Defender el euskera, preservarlo, cuidarlo con mimo, exquisito, feroz, es mucho más que eso. Es algo más hondo. Mucho más hondo. Es cuestión de vida o muerte. Nuestra vida. Nuestra muerte. Nos jugamos seguir vivos como colectivo o desaparecer, en la bruma de la historia. Olvidada ella. Olvidados nosotros. De los otros, de nosotros mismos.

Privados del sonido de nuestras voces, múltiples, entrecruzadas, las voces de un colectivo a lo largo de su historia, perderíamos nuestros recuerdos, esencia de toda cultura. Nos perderíamos. Sin voces, sin memoria, sin cultura, sin historia. Alejados de nosotros. Nosotros sin nosotros. Sin lo nuestro. Sin lo que nos hace, justamente, ser nosotros. Enmudecidos, cegados, amputados, despojados de nosotros mismos. De caricias y fiestas. De dolores y esfuerzos. De imágenes y olores y tactos y sonidos. El sonido de la palabra. De todos los que fueron. Que éramos nosotros cuando aún no éramos nosotros, sino ellos. Nuestros propios otros. Nuestros antecesores.

Mudos, sordos, ciegos, enajenados de nosotros mismos, vaciados, sin memoria, sin la memoria de lo hecho y lo olido y lo tocado y lo visto y lo dicho, sobre todo lo dicho y lo oído, entonces, inexorable, vendría el fin. Nuestro fin. Individual. Colectivo. En forma de silencio. Absoluto.

Y esto es algo que no podemos, no debemos permitir.

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