Elena Martínez Rubio
Doctora en Filosofía

Sagrada Alhóndiga

Sagrada Alhóndiga. Acogiste el alcohol que raras veces falta a los colonizados, y luego el vino de la posguerra y de perversos que celebraban su victoria y dictadura. Ahora aquí se ha querido envasar el embrutecimiento sofisticado, a saber, cultura, ocio y deporte como matatiempos planificado. «Actividades» del hacendoso ciudadano, gestionadas por burócratas con amistades y relaciones.

Hoy tus nuevos y lúgubres corredores, comprimidos entre largas paredes, recuerdan subliminalmente a centros penitenciarios. Tus ladrillos postizos importados por paneles, con sus hileras de idénticas ventanas, traen torcidamente a la memoria tristes fábricas del XIX y explotación. Tus imponentes alturas son un puñetazo en el estómago. Y de pronto, en drástico vuelco, vagamos ya desorientados bajo techos aplastantes, auténtica losa sobre nuestros cráneos.


Tu desprecio por la luz del día, su aprovechamiento escaso, insuficiente, tu negra cubierta precintada, evocan mazmorras y alienantes discotecas o night clubs. Y como en ti siempre es débil crepúsculo o noche cerrada, a cualquier hora estás despilfarrando energía. Una semioscuridad la tuya que ni mucho menos es sobria, sino pretenciosa, costosa. «Apaga luz, mariposa, apaga luz, que yo no puedo vivir con tanta luz... Los borrachos en el cementerio juegan al mus». De esta forma mórbida, atrincherada, te han resucitado. Y tienes mucho de tumba, de catacumba, de mausoleo desvinculado del exterior, de enamorada solo de ti misma.


Eres un edificio de «aura cero». Más bien bajo cero. Tu atmósfera sofocante y fría a la vez, oprime, crea desazón. Mucho se elogian tus variopintas columnas mencionando su gran peso; sin embargo, ni sus toneladas te dan gravedad, ni sus colores ninguna gracia. Tienen un aire de pega, una sensualidad que no va más allá de los labios siliconados.


Incluso la plaza, a la que tu fachada original se adaptó curvándose con generosidad, ha sido alzada, hinchada y convertida en saloncito burgués fashion para mayor pompa escénica de la entrada. En vano. Se cae sin emoción a un recinto enmarañado donde unos patilargos soportes negros, distribuidos tan casual, reciben con desafecto.


Pues no, no era necesaria tu costosa nada rebozada, aderezada, ni lo eran los efectos especiales, ni el gag de la piscina, ni tus reciclajes mínimos y anecdóticos, ni tu combinado de idioteces inconexas ni tu gigantesca pantalla colgante o corazón enchufado, sol artificial que no calienta, Big Brother o quizá ojo de Polifemo: ninguna de tus técnicas nos deslumbra.


Resumiendo, que te han tratado con mucho medicamento, mas sin ton ni son ni sensibilidad, violentándote con cirugías, prótesis y trasplantes.


«Mi único estilo reconocible es la libertad», habla tu segundo progenitor. Un genio del momento, con sus boutades y malabarismos verbales servidos en bandeja. Libertad, sí: la misma que la del idolatrado peluquero de Maria Antonieta. Colocaba en las cabezas femeninas con súbdita y arbitraria inspiración un par de hortalizas, una esponja, un barquito o lo que tuviera a mano. Así adornaba con insustanciales objetos sus peinados en pouf, cardados sin mesura. Fantasías ad hoc, improvisadas sobre la marcha de los acontecimientos, que eran cebadas por la seguridad de que aquellos gansos de monarcas y aristócratas –por no decir otra cosa– pagarían fuerte cualquier ocurrencia suya.


Y las damas se arrodillaban con mansedumbre en los carruajes o sacaban el cuello por la ventanilla, con tal de no estropear sus tocados. Siendo imposible dormir sin que aquello se desarmara, fue inventado un molde de «protección». Y de paso, unas varillas especiales con que rascarse los parásitos que se multiplicaban felices en su interior. De cualquier modo, ni el «piojoso» sacrificio en aras de una imagen a la moda, ni el alto precio de semejante toilette, libraba a quienes la llevaban de ser unos personajes vulgares, banales, peleando sin cesar por no morirse de aburrimiento.


Al tal Léonard Autier, peluquero de la corte con mejor sueldo que un ministro, también le sobraba imaginación. Además de fatuidad y oportunismo. Dejó, con su espantada, a Maria Antonieta y su marido en la estacada, justo en el momento en que debía intervenir para facilitarles la huida. Y sobrevivió largamente a la ejecución de los dos, como correspondía al bon vivant que era.


«La belleza de un objeto es su competencia para expresar un mensaje y una función. No trabajo en lo bello, intento trabajar en lo bueno», dice asimismo tu reciente padre. En ese sentido eres buena y por lo tanto bella, oh sacrosanta Alhóndiga, y mereces ser aplaudida. Porque en efecto, emites el mensaje y has cumplido tu función: emanar poder y gloria, absorber, conducir... En fin, que sin más se te acepte, admire y ensalce, siguiendo el principio de sometimiento a la autoridad. O de veneración del Zeitgeist, espíritu de la época que muda a velocidad turbo. ¿Se les escapará a tus parroquianos lo que con tanta claridad transmites? ¿Tendrán criterios propios para juzgar? ¿Amarán porque sí los arbitrarios edificios-escultura de las ciudades-cementario?


Mejor serían obras más livianas, de menos ego, menos carga, menos medios, que no buscaran impactar ni avasallar y que no destruyeran el medio. Espacios que dejaran a uno respirar e inspirarse dentro. Construcciones adecuadas, habitables, no global ni tradicionalmente estereotipadas, sino inesperadas, misteriosas. Arquitectos capaces de captar lo que hay de constante en un lugar, el sentimiento vital de sus habitantes, sus necesidades, recursos, su contexto. Reflexiones colectivas que sacaran a la luz identidades y diferencia, encontrando soluciones a partir de un saber originado ahí, no de la pura información uniformizadora.


Efímera nueva Alhóndiga, en poco tiempo trasnochada, a buenas horas te disfrazaron de vanguardia. Mientras tanto hemos pasado de la superabundancia diseño-ostentosa antiecológica a otra crisis, o lo que sea. ¡Quién sabe qué usos inesperados se harán, o se están haciendo ya de ti, y de dónde te llegará la vida!


(La Alhóndiga Municipal de Bilbo fue construida en 1909 por Ricardo Bastida y remodelada por Philippe Starck ciento y un años más tarde)

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