Jaime IGLESIAS MADRID
Elkarrizketa
PHILIPPE LE GUAY
DIRECTOR DE CINE

«Me gusta plantear mis películas como un viaje donde el espectador acompañe a los personajes»

Nacido en París en 1957, Philippe Le Guay debe su fama como director, sobre todo, a su anterior largometraje, «Las chicas de la sexta planta» (2010), donde narraba la vida de un grupo de emigrantes españolas en la Francia de los años 60. Ahora regresa con «Molière en bicicleta», reflexión sobre la misantropía y el arte que le valió una nominación al César al mejor guión y consiguió otra al mejor actor para su intérprete fetiche, Fabrice Luchini.

En la película, Luchini interpreta a Serge, un veterano actor que, hastiado de su oficio y de la superficialidad imperante, ha optado por recluirse en una isla. Tras un retiro de tres años recibe la visita de Gauthier (Lambert Wilson), un colega que se encuentra saboreando las mieles del éxito gracias a una serie televisiva (tipo «Urgencias» u «Hospital Central») emitida en prime time. Su empeño es proponerle a su compañero la adaptación escénica de «El misántropo» de Molière. En sucesivos ensayos se van intercambiando los papeles de Alcestes y Filinto, las máscaras de la intransigencia y de la condescendencia, respectivamente. Unas máscaras que se van fijando sobre sus rostros más de lo que les gustaría. Sobre esta base, Philippe Le Guay esboza un divertido y ambiguo juego de identidades donde se reflexiona sobre las servidumbres que conlleva la defensa de un personaje ante el público, ya sea en sentido estricto o figurado.

Tengo entendido que esta película fue inspirada, directamente, por su protagonista, Fabrice Luchini.

Sí, el personaje de Serge Tanneur es prácticamente una proyección de Fabrice en lo que se refiere a su entusiasmo por Molière y más concretamente por «El misántropo», una obra que le obsesiona desde hace treinta años pero que nunca ha llegado a representar. Un día fui a visitarle a la isla de Ré, donde él tiene una casa, y donde rodamos la película. Mientras dábamos un paseo en bicicleta se me ocurrió comentarle: «Vives en el último rincón de la isla, aislado de todos, ¡como un verdadero misántropo!». Pues bien, fue oír esta palabra y Fabrice, sin dejar de pedalear, me recitó todo el primer acto de la obra de Molière. Entonces tuve una revelación, porque la cadencia de aquellos versos maravillosos pronunciados en aquel contexto, bajo aquel cielo, junto al océano, me pareció la síntesis perfecta entre teatro y cine, entre la fuerza del texto y el potencial del paisaje.

Y, si el personaje de Serge es un alter ego de Fabrice Luchini, ¿en quién estaría inspirado el de Gauthier Valence, que interpreta Lambert Wilson?

En mí, claramente (risas). El origen de la historia fue un poco ese, mientras constataba la severidad de carácter de Fabrice, me fui dando cuenta de que frente a él yo tenía una personalidad más indulgente: tiendo a asumir las razones de los demás, sus excusas, sus justificaciones... Luego pensé que esa indulgencia, en el fondo, es cobardía, porque haciendo ver que todo está bien, ocultas la verdad a quienes te rodean. A veces es necesario estallar, confrontarse con la propia violencia, con el propio malestar que habita dentro de cada uno de nosotros, para llegar a ser auténtico y no caer en la trampa de la corrección política.

No parece casual que el personaje de Gauthier sea una estrella de la televisión, como si eso fuera un síntoma de su claudicación como actor y como persona...

La televisión representa el éxito inmediato, la popularidad, el reconocimiento. Gauthier es alguien tan acomodado que resulta bastante superficial como actor y como persona, pero él no se conforma con triunfar. Cuando acude al encuentro de Serge, busca probarse, busca alguien que le fustigue y que, como tal, le haga crecer como intérprete y como individuo. Hay algo de masoquismo en ese empeño, pero también un deseo real de llegar a conocer la verdad de las cosas y del arte. Al contacto con Serge, Gauthier evoluciona, encuentra ese nervio, tiene su momento de inspiración...

En el fondo ambos personajes evolucionan, incluso hay un intercambio de roles entre los dos que les retroalimenta.

Sí, eso tiene que ver con lo que te comentaba antes respecto a mi naturaleza indulgente, a mi necesidad por comprender las razones de los demás. Porque la misantropía de Serge es también la de un hombre herido, la de alguien que se siente traicionado, de ahí su resentimiento, pero es verdad que poco a poco su carácter se va abriendo, aunque termina donde empezó: aislado del mundo. En cierto modo nuestra película recorre el camino inverso a «El Misántropo». La obra de Molière concluye con la decisión de Alceste de recluirse en una isla. Ahí es donde encontramos a Serge, quien tras vivir, al lado de Gauthier, una experiencia que le hará recobrar su inocencia y su fe en los demás, al final del camino vuelve al punto de partida. Ese juego de caracteres es el que confiere complejidad a los personajes y el que hace que el público participe del juego, de la narración. Me gusta plantear mis películas como un viaje donde el espectador acompañe a los personajes y evolucione con ellos.

El estreno de su película coincide con el éxito en los escenarios del Estado español la versión de «Misántropo», dirigida por Miguel del Arco. ¿Cree que el texto de Molière se adapta bien al momento actual?

¿Cuándo ha dejado de estar de actualidad Molière? (risas). La grandeza de una obra como «El misántropo» no radica únicamente en el tema que plantea, en ese debate entre intransigencia y condescendencia, entre llegar al fondo de las cosas en su análisis o conformarse con una visión superficial de la realidad... No, el gran acierto de Molière fue encontrar una fuerza cómica para plantear ese tipo de conflictos que están en nuestra vida cotidiana. Eso le hace universal y le hace eterno.

Pero en su película también ironiza sobre la dificultad de las nuevas generaciones para asumir la naturaleza de un discurso como ese tal cual lo formula Molière...

Pero esa dificultad viene del lenguaje. Confrontarse hoy con la armonía, con el ritmo de los textos de Molière puede ser costoso para quien está habituado a fórmulas de enunciación más directas, más inmediatas, pero si te vas dejando sugestionar por ellos a base de escucharlos una y otra vez, como ocurre en nuestra película, donde deliberadamente elegimos reincidir en el ensayo de una misma escena por parte de los dos protagonistas, al final asumes la fuerza de su discurso. Pasa lo mismo con determinados compositores cuya música puede resultar difícil y abstracta de entrada, pero que, según la vas oyendo, cobra significado. De todas formas, el hecho de que esta película haya tenido casi un millón de espectadores en el Estado francés, muchos de ellos jóvenes, creo que es un buen indicador de que, si evocas un texto como «El misántropo» con corazón, energía y convicción, al final llegas a todo tipo de público.

En cualquier caso la vigencia de una obra como «El misántropo» resulta bastante elocuente respecto de la incapacidad de la condición humana para evolucionar, ¿no?

Desgraciadamente así es, aunque celebro que todavía haya quien confíe en la evolución del ser humano (risas). Molière ambientó esta obra en la corte de Luis XIV denunciando ese juego de apariencias, ese artificio que se daba en los ambientes palaciegos, donde cualquier conducta estaba orientada a complacer al poderoso en busca de un beneficio personal. Y ahí seguimos, por desgracia. Frente a ese empeño por medrar siempre habrá personas que, como Alcestes, insistan en la necesidad de ser sinceros por encima de cualquier otra consideración, apelando a la propia dignidad, al orgullo personal... Pero también hay que tener cuidado de no ser demasiado rígido en la defensa de esos principios, porque si no, en lugar de convencer, acabas vencido, excluido y marginado, como le ocurre a él y les ocurre a tantos otros Alcestes hoy en día.