Martin Garitano
Diputado general de Gipuzkoa

Geurea, ikurrina

«Hoy, 13 de abril de 2014, Carlos Maria de Urquijo Valdivielso vibrará con la honda satisfacción de sentir que se repite la victoria de su régimen. Creerá, tal vez, que la guerra ha terminado a su favor, con su bandera ondeando en nuestro balcón. Pero Urquijo, al igual que Franco, se equivoca. Otro miope político.»

El primero de abril de 1939, Francisco Franco Bahamonde hincaba la última bandera rojigualda en territorio rojo y proclamaba ufano desde Burgos: «En el día de hoy, cautivo y desarmado el ejército rojo, han alcanzado las tropas nacionales sus últimos objetivos militares. La guerra ha terminado».


Franco, además de un genocida –y muchas otras cosas– era un miope político. Porque tan cierto es que aquel 1 de abril concluyó el alzamiento militar que le aupó al poder después de cientos de miles de muertos y con la entusiasta adhesión de la dinastía Borbón, cómodamente instalada en Roma, como que, lejos de acabar la guerra, aquel mismo día se estrenaba un régimen de terror que duró décadas y que bien pudiera considerarse una guerra que pareció interminable. Con la rojigualda por bandera.


Durante largas décadas, el régimen nacido de padre nazi y madre fascista, envuelto en paño rojo y amarillo, apadrinado por banqueros corruptos, oligarcas de toda ralea, obispos alucinados y cuneteros sin escrúpulos, reprimió, asesinó, encarceló y robó a diestro y siniestro. Todo con la misma bandera a modo de palio. Es esa, y no otra, la bandera que hoy hincan sus herederos políticos en nuestras instituciones. Hoy como ayer, bajo severa amenaza. Lo hacen esos herederos que, como reconocía Jaime Mayor Oreja con el despar- pajo y la indolencia de quienes se saben impunes, vivieron «con extraordinaria placidez» cuatro décadas de cara al sol… y a la sombra del caudillo.


Esa y no otra es la historia –ahora los esnobs de la política le llaman el relato– de la bandera que hoy nos imponen. La misma que izaron en la balconada de la Diputación el día que liberaron San Sebastián en 1936. La misma jornada en que la mitad de la población de la capital tomó el camino del destierro para ponerse a salvo de los libertadores.


Aquel 1 de abril fue el día de la ignominia. Luego le siguieron muchos más; y así seguimos. Franco murió en la cama; socialdemócratas y eurocomunistas se avinieron a firmar un falso armisticio con las fuerzas vivas del franquismo –reconciliación nacional, le llamaron– y se dispusieron a participar en el reparto. Todo, claro, con la bandera rojigualda por testigo. La tricolor republicana quedó en la oscuridad del armario de los nostálgicos que lloraban ante la traición, y la ikurriña a la que a modo de eufemismo llamaron «tricolor», de segundona en el país de los vascos, en su propia tierra. Ese fue parte del precio que hoy mismo pagamos a modo de tributo al pretor español.


Ahora exigen luto por Suárez, el director de la reforma del franquismo –«de la ley a la ley»– que mantuvo la misma bandera que clavó el militaruno africanista con la única sustitución del águila de San Juan por el blasón de la corona de los Borbones. Los dos, en definitiva, símbolos del alzamiento del 36.


Hoy, 13 de abril de 2014, Carlos Maria de Urquijo Valdivielso vibrará con la honda satisfacción de sentir que se repite la victoria de su régimen. Creerá, tal vez, que la guerra ha terminado a su favor, con su bandera ondeando en nuestro balcón. Pero Urquijo, al igual que Franco, se equivoca. Otro miope político.


Porque un pueblo se identifica con sus símbolos; en lo cultural, en lo deportivo, en lo afectivo y en lo político. Mal que le pese a Urquijo, el pueblo vasco no se identifica con la bandera que hoy hinca en nuestro balcón. Ni se identifica con ella, ni la siente como propia, ni la quiere. ¿Puede suceder algo peor con un símbolo? Más aún, hoy esa bandera es más desafecta a la inmensa mayoría de las vascas y los vascos que nunca. Urquijo, a buen seguro, lo sabe, pero no le importa. A fin de cuentas, es tarea del pretor imponer las decisiones del César y no pensar por él. Por eso prefiere amenazar, amagar con el castigo de su ley.


La España eterna que Franco creyó resucitar de sus cenizas atraviesa uno de sus peores momentos. La corrupción ha derrumbado su economía; las corruptelas han llevado al mayor de los desprestigios a su clase política; Catalunya y Euskal Herria dan pasos decididos hacia su emancipación. El Gobierno, débil y títere de los mercados no encuentra otra salida que volver a la amenaza y la imposición. Aun a sabiendas que han convertido su estrategia en una máquina de crear independentistas, aquí y en el otro extremo de los Pirineos.


Una vez más vuelve la España negra, la de ministros, obispos, militares y tricornios en patética compaña; otra vez envuelta en la misma bandera. Yo cada vez lo veo más claro: Geurea, ikurrina!


Post scriptum: Pirro, rey de Epiro, logró una victoria sobre los romanos con el costo de miles de sus hombres. Cuentan los anales que Pirro, a la vista del resultado gritó: «Otra victoria como esta y volveré solo a casa». A Urquijo le va a pasar algo parecido.

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